A las 7:51 de la fría mañana del 12 de enero de 2007, un hombre blanco, relativamente joven, vestido con pantalones vaqueros, una remera de manga larga y una gorra de béisbol de los Washington Nationals bajó de un automóvil de alquiler frente a la boca del metro de Washington DC, más precisamente la estación L´Enfant Plaza. Llevaba un estuche de violín.
Descendió por las escaleras mecánicas, pagó su pasaje, ingresó a las plataformas y se ubicó en uno de los andenes, detrás de un tacho de basura.
Sacó el violín de su estuche, colocó este abierto a sus pies, puso en su interior algunas monedas como "cebo", se posicionó de frente al público que pasaba apurado, afinó el instrumento y comenzó a tocar.
El violinista (bien a la izquierda) en la estación
Ejecutó seis piezas en cuarenta y tres minutos, mientras mil noventa y siete personas transitaban frente a él, abstraídas en sus urgencias y preocupaciones. No olvidemos que se trataba de la hora pico (ya eran casi las 8 de la mañana) de un día de invierno, laborable, en el subterráneo de la gran capital norteamericana. L´Enfant Plaza se encuentra en pleno microcentro de Washington, donde están ubicados casi todos los edificios del gobierno federal, y, como es lógico, la inmensa mayoría de los pasajeros se dirigían a sus trabajos, mayormente empleos públicos. Burócratas de nivel medio, analistas financieros, especialistas en presupuesto, consultores informáticos, todos bajaban o subían de los trenes a escasos metros del esforzado violinista.
Que, mientras su "público" desfilaba incesantemente en un vértigo de carreras hacia ninguna parte, sudaba sobre su instrumento y se afanaba en hacer oír su primera pieza.
Johann Sebastian Bach, el padre del lenguaje musical moderno, tuvo veinte hijos de dos esposas diferentes. De estos veinte muchachos y chicas, como era usual en la época, sólo siete sobrevivieron a su padre, siendo los varones músicos y compositores célebres por derecho propio.
La primera esposa de Bach (que le dio siete hijos) fue su prima segunda, Maria Barbara Bach. El compositor fue contratado como Kappellmeister por el Príncipe Leopold de Anhalt-Cöthen —Bach sentía que sus patronos anteriores no apreciaban su talento y, siendo Leopold músico y compositor él mismo, creyó que con él podría dar rienda suelta a su creatividad— y, por tanto, la numerosa familia debió mudarse de Weimar a la capital de Leopold, Cöthen. Johann Sebastian se alejó así de la ciudad que lo había visto ir preso por defender su modo de componer.
El gran compositor, que sabía que Leopold era calvinista (rama del cristianismo que prácticamente no utiliza música religiosa), dedicó, por tanto, los cinco años que pasó con el príncipe a componer música profana. Así nacieron los celebérrimos conciertos brandemburgueses, las suites orquestales, un concierto para dos violines, las seis suites para cello y las sonatas y partitas para violín, la mayoría de estas piezas compuesta alrededor de 1720.
Bach con tres de sus célebres hijos
La partita es un género musical desarrollado por Bach como una evolución de la suite: en el caso que nos ocupa, el alemán construyó con minuciosidad de arquitecto tres, que deben ejecutarse alternadamente con tres sonatas (sonata, partita, sonata...), todas ellas para violín solo.
La cuarta de estas piezas es la partita n° 2 en Re menor, y fue compuesta en 1720, poco tiempo después de la trágica muerte de la esposa de Bach, con lo cual este quedaba solo en el mundo para cuidar de sus siete hijos.
La historia misma de la partitura es tremenda: muchos años después, alguien decidió comprar algo de carne. ¡El carnicero envolvía los trozos vendidos en las partituras de las seis sonatas y partitas autógrafas de Bach! Debemos a este anónimo carnívoro haber salvado estas piezas de la destrucción.
La partita n° 2 (BWV 1004) es la más difícil de las seis sonatas y partitas, que a su vez son consideradas las más difíciles piezas para violín jamás compuestas. Esto se debe a que, en sus años en Cöthen, Bach conoció y se hizo amigo de J.P. von Westhoff, que en aquellos tiempos era el violinista más virtuoso del mundo. Conociendo muy bien la obra de Bach, von Westhoff lo estimuló a que escribiera algunas piezas de extremada complejidad técnica a fin de lucirse en su ejecución. Bach, como es fácil imaginar, no se hizo rogar y, en efecto, le entregó las seis piezas. Es obligatorio decir que cualquier violinista capaz de tocarlas decentemente en verdad se lucirá ante cualquier público.
Tocar esta partita exige dominar todos y cada uno de los aspectos de la interpretación del violín, o al menos todos los conocidos en tiempos de Bach. Para que se entienda: nadie que domine algunas técnicas violinísticas y no otras puede tener éxito en la empresa. Se debe manejar perfectamente a todas, lo cual significa que es una obra compuesta exclusivamente para virtuosos. Muy pocos violinistas actuales se atreven a incluirla en su repertorio, porque conocen muy bien el gran escollo que acabamos de explicar.
Inicio de la ciaccona de la partita n° 2
La partita está dividida en cinco movimientos: Allemanda, Corrente, Sarabanda, Giga y Ciaccona, la última de las cuales dura catorce minutos (un tiempo extremadamente largo y un esfuerzo agotador para cualquier violinista), superando con mucho la duración de los demás movimientos sumados. Bach parece haberla compuesto poco después de la muerte de Maria, por lo que, a pesar de su formato de danza, la ciaccona tiene un carácter fúnebre fuertemente perturbador. Es tan especial, tan difícil, tan poderosa, tan diferente de todas las otras piezas para violín nunca compuestas, que normalmente se la ejecuta sola, sin siquiera la compañía de las otras cuatro partes de la partita.
En ella, Bach inventa la improvisación jazzística libre tres siglos antes de la aparición del jazz. Es la única ciaccona que compuso, y, además y para colmo de los colmos, la pieza es en realidad una sonata completa en sí misma, una sonata autocontenida dentro de una danza. Hay distintos movimientos en esta "sonata sub-ciaccónica", que alternan tiempos rápidos y lentos, todos escritos a diferentes ritmos y en diferentes tempos. Los especialistas aseguran que esta pieza contiene toda la sabiduría armónica, tonal y rítmica de su creador, comprimida en sus más de catorce minutos de duración.
Se comprende, entonces, el temor que los violinistas le demuestran: la pieza más difícil que existe para el violín, compuesta por el más grande compositor de la historia de la Humanidad. No es poco.
El violinista del subte describe así a la pieza: "No sólo es una de las más grandes piezas de música jamás escritas, sino uno de los más grandes logros del ser humano. Es una pieza espiritualmente poderosa, emocionalmente profunda, estructuralmente perfecta. Además, está compuesta para violín solo".
Si el lector piensa que es solamente la opinión de un pobre músico callejero, permítaseme transcribir lo que dijo Johannes Brahms sobre la misma obra, en una carta dirigida a Clara Schumann: "(Bach) escribe sobre un pentagrama un mundo completo, poblado de los pensamientos más profundos y de los sentimientos más poderosos. Si yo pensara que pudiera haberla compuesto yo, incluso haberla concebido, estoy completamente convencido de que el exceso de excitación, esa experiencia que hace sentir que la tierra tiembla, me hubiera vuelto loco en un instante".
El lector lo ha adivinado: el joven violinista del subte de Washington abrió su pequeño recital, precisamente, con una perfecta ejecución de la ciaccona de la partita n° 2 en Re menor. Si alguno de los pasajeros del andén hubiera sabido algo de música para violín, de inmediato habría comprendido que el joven de la gorrita era un virtuoso sin discusión posible.
Pero hay otro detalle insólito en esta historia: la evolución tecnológica de los violines modernos los ha hecho diferentes de aquellos que se construían en tiempos de Bach, motivo por el cual hay pasajes de la ciaccona que no se pueden ejecutar correctamente en un violín moderno. Y acabamos de decir que la ejecución del muchacho fue perfecta. No hace falta más que sumar dos y dos para entender lo que ocurría.
Antonio Stradivari, el más grande constructor de violines de la historia, nació en Cremona en un día no determinado del año 1644. Cuando tenía 14 años comenzó a trabajar como aprendiz en el taller del notable Nicolò Amati, lo cual le permitió dominar todas las técnicas de la luthiería y los secretos constructivos de los violines que Amati vendía.
El año de 1680 encontró a Stradivari ya instalado en un taller propio de la Piazza San Domenico de Cremona, donde las mejoras que el joven introdujo a los diseños de Amati de inmediato le granjearon una enorme fama de luthier.
Algunas de estas mejoras nos son desconocidas, pero las que hemos descubierto consisten, por ejemplo, en un radical cambio de la forma del arco. Sus violines presentan distintos espesores de la madera —calculados matemáticamente— y una fórmula secreta del barniz, más oscuro que el de Amati, que genera un sonido incomparablemente superior. Finalmente, Stradivari experimentó con distintas proporciones entre el ancho y el largo de sus instrumentos, y nunca se dio por totalmente satisfecho con los resultados, ya que siguió cambiando las formas hasta bien entrado el siglo XVIII.
Antonio Stradivari en su taller
Como la calidad de los instrumentos depende fundamentalmente del talento de su constructor, pero también influye en gran medida la calidad de la madera, los mejores Stradivarius (forma latina del apellido de su diseñador) son los de 1715, año en que la cosecha de madera fue de calidad excepcional. Con todo, los violines de 1685 a 1725 son de calidad soberbia, aunque no tan buenos como los del año 15.
Los Stradivarius auténticos se reconocen por la firma latina del constructor: Antonius Stradivarius Cremonensis Faciebat Anno y la fecha ("Antonio Stradivari de Cremona estuvo haciendo [este instrumento en el] año..."), mientras que los manufacturados por sus hijos dicen Sotto la Desciplina d'Antonio Stradivari F. in Cremona y la fecha ("Bajo el método de Antonio Stradivari, hecho en Cremona en el año..."). Todos los violines que llevan esta última son posteriores a 1730. De más está decir que muchas falsificaciones de calidad también incluyen estas leyendas.
Stradivari construyó, aparte de violines, guitarras, violas, cellos e incluso un arpa. Llegó a completar en vida —murió en 1737— al menos mil ciento un instrumentos de perfecta factura, de los cuales sólo seiscientos cincuenta han llegado hasta nosotros.
El famoso cellista Yo-Yo Ma toca el cello llamado "Stradivarius Davidov". Mstislav Rostropovich interpretó con su cello "Stradivarius Duport" hasta su muerte en 2007. La sección de violines de la Filarmónica de Viena ejecuta los Stradivarius "Ex-Arnold Rose", "Ex-Hämmerle" (1709), "Ex-Smith-Quersin" (1714), "Ex-Viotti" (1718), "Ciaccona" (1725) y "Ex-Halphen" (1727), además de un cello. Itzhak Perlman se presenta con su "Stradivarius Soil", construido en 1714. La Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos posee cinco Stradivarius: tres violines, una viola y un cello. El Museo de Música del Palacio Real de Madrid es propietario de los Stradivarius "Spagna I", "Spagna II" y el cello y la viola "Corte de España". La Orquesta Sinfónica de Nueva Jersey tiene en su sección de cuerdas el mayor número de Stradivarius efectivamente utilizados para ejecutar en público. El coleccionista Rodman Wanamaker poseía el "Stradivarius Cisne", último instrumento confeccionado por Antonius antes de morir. La Universidad de South Dakota alberga una de las dos guitarras Stradivarius conocidas, una de las once violas da gamba (convertida más tarde en cello), una de las dos mandolinas y uno de los únicos seis violines Stradivarius que conservan el diapasón original. El Museo Ashmoleano de la Universidad de Oxford guarda el "Stradivarius Mesías", que —por motivos de conservación— nunca ha sido tocado en tiempos modernos.
Lo que el hombre de a pie mejor conoce de los Stradivarius es que son caros.
Y lo son en verdad: el 16 de mayo de 2006 un comprador anónimo pagó 3.544.000 dólares por el "Stradivarius Martillo". El "Stradivarius Lady Tennant" costó 3.032.000 dólares, y en 2007 se vendió otro por más de 2.700.000. El "Stradivarius Salomón Ex-Lambert", construido en 1729, le salió a su propietario la friolera de 2.728.000 dólares. Y conste que no estamos hablando de Stradivarius de la mejor cosecha, 1715.
Si algún transeúnte se hubiese detenido a mirar con atención al violinista que tocaba la ciaccona de Bach en la estación de subte, hubiera podido observar que el frente de su violín estaba perfectamente intacto, con su barniz rojo oscuro, rico y de buen grano. Sin embargo, si hubiera alcanzado a observar el fondo, lo hubiera encontrado hecho un desastre, lleno de rayones y desconchones, tantos que le hubieran dado pena.
¿Por qué un violinista tan competente dejaría a su violín en tal estado?
Porque es un violín que no se puede barnizar. Como hemos dicho, uno de los secretos constructivos de Stradivari era la fórmula secreta de la composición del barniz utilizado en la terminación de sus violines, secreto que murió con él, ya que ni siquiera sus hijos pudieron reproducir el mismo barniz exacto.
Y el violinista del subte estaba ejecutando a Bach nada menos que en el "Stradivarius Gibson Ex-Huberman", construido en 1713. Entre 1713 y 1715 Stradivari compró tres extraordinarias cosechas de arce, abeto y sauce. El "Gibson", pues, no va a ser rebarnizado jamás, porque es posiblemente uno de los diez mejores Stradivarius que existen.
El Stradivarius del subte, luego de un largo periplo desde su construcción en 1713 hasta el siglo XIX, quedó en manos de una familia francesa de rancio abolengo. En 1890 y tantos, el instrumento fue comprado por la empresa británica W.E. Hill and Sons, que a su vez se lo vendió al célebre violinista inglés Alfred Gibson, que ya poseía una viola Stradivarius. El violín fue vuelto a comprar por Hill en 1911, y vendido nuevamente al muy joven y virtuoso violinista polaco Bronislaw Huberman. En 1919 le fue sustraído de su habitación de hotel en Viena, pero la policía lo recuperó en pocas semanas. El viernes 28 de febrero de 1936 se lo volvieron a robar, esta vez de su camarín del Carnegie Hall. Huberman estaba en esos momentos en escena, tocando frente al público en su otro violín, un Guarnerius. Sabiendo que el instrumento estaba asegurado, Huberman notificó inmediatamente a la policía. Siguió una larga y penosa investigación que no arrojó resultados, y, finalmente, la compañía de seguros Lloyds de Londres abonó a Huberman la suma total del valor del violín en aquellos tiempos: 30.000 dólares. De este modo, la aseguradora se convertiría en propietaria legal del Stradivarius si este llegaba a aparecer.
Huberman tocando en el Stradivarius del subte
En esta oportunidad, lamentablemente, nadie pudo encontrarlo hasta cincuenta y un años más tarde.
Al día siguiente del robo, un pequeño de doce años de edad llamado Edward Wick se encontraba ayudando a su padre en su negocio, situado a pocas cuadras del Carnegie Hall. Era miembro de una familia de músicos: su padre tocaba el corno francés y su madre el piano. El pequeño Ed estaba estudiando este último instrumento y también tomaba clases de mandolina. Y, ese día, un titular del New York Times le llamó la atención: "Roban el violín de Huberman en el Carnegie".
Pasaron los años, y Edward decidió dedicarse a una actividad muy relacionada con la música: se convirtió en luthier, y se especializó en la reparación de instrumentos de arco.
En 1946, Edward conoció a John Burnett, director de la Sinfónica de Danbury. Burnett era un excelente violinista, un conocido profesor y un influyente director de orquesta.
Conociendo la capacidad pedagógica de Burnett, Ed y su esposa Ann (cantante lírica) decidieron enviar a su pequeña hija Joan a aprender violín con él. Sin embargo, el gran artista se interesó más en el padre que en la hija: convenció a Ed de comenzar a estudiar cello, le encontró talento, y a los seis meses lo contrató para tocar en la Sinfónica. Pronto, además de ejecutar, Ed era el luthier oficial que reparaba todos los instrumentos de cuerda de la orquesta.
Cierto día, Wicks recibió autorización para examinar el violín de Burnett: se trataba de un Amati, pero no de los construidos por Nicolò, sino por el padre de este, Girolamo. Este era un instrumento tan excelso que su propietario anterior —y mediocre violinista— había sido el mismísimo Duce fascista Benito Mussolini.
En 1983, Ed puso un aviso en las páginas amarillas, publicitándose como reparador de instrumentos y luthier. Esta publicidad llamó la atención de un hombre llamado Julian Altman, que lo contactó explicándole que era violinista profesional y que necesitaba alguien que le arreglara un problema en su violín.
Nacido en Nueva York, Altman había tocado en la Sinfónica Nacional entre 1940 y 1944, pero luego había encontrado una mayor fuente de ingresos tocando en bares y restaurantes, en actos y en eventos políticos.
Wicks recuerda la oportunidad en que Altman le llevó el violín: "Estaba nervioso. Tanto, que en un momento encendió y fumaba dos cigarrillos a la vez". Altman sacó el violín de su estuche y dijo que necesitaba un nuevo diapasón, y que uno de los lados de la caja de resonancia se estaba abriendo. Además, deseaba que le colocara nuevas crines a sus dos arcos.
El luthier observó que ambas superficies del violín evidenciaban un uso muy intenso. Al tomarlo en sus manos, comprendió que se trataba de un instrumento de calidad inusitada. De inmediato encontró la firma, y exclamó: "¡Dios mío, es un Stradivarius!". "No, no, sólo es una copia que me regalaron cuando joven", repuso Altman.
Wicks no quiso ponerse a discutir con el cliente, a pesar de que, según su larga experiencia, estaba convencido de que el Stradivarius era auténtico. Por lo tanto, le dijo que haría las reparaciones solicitadas, y le pidió que regresase tres días más tarde.
Esto provocó una nueva reacción de nerviosismo en Altman: no estaba preparado para separarse de su violín por tanto tiempo, lo que convenció a Wicks aún más de que la pieza era auténtica. Pero el luthier consiguió tranquilizar al instrumentista, que comenzó a contarle detalles de su vida y su carrera. Le explicó que había sido músico en la radio, haciendo dúo con su hermana, también violinista. Y así siguió la conversación, hasta que Alman se sintió lo suficientemente cómodo como para dejar el violín.
Durante los dos días que siguieron, Wicks adaptó el mango nuevo, reparó la rotura cerca del diapasón y colocó las crines nuevas en los arcos.
Cuando su propietario regresó, de inmediato tomó el arco y se puso a tocar algunas melodías para probarlo. Su técnica demostró a Wicks que se trataba de un verdadero violinista de calidad. Seguro de que se trataba de un Stradivarius, el luthier esperaba con el corazón en la boca el veredicto acerca de las reparaciones efectuadas. Y la víscera cardíaca se le detuvo de golpe cuando el instrumentista se detuvo en medio de una frase y exclamó: "¡Por Dios santo! ¿Qué ha hecho usted?". Pero enseguida agregó: "Nunca ha tenido un sonido tan hermoso..." y se dedicó a girar por la habitación tocando, absolutamente fascinado con la nueva encarnación de su instrumento. Lo que ambos ignoraban es que la mujer de Ed, Ann, estaba arriba, asomada al hueco de la escalera, sorprendida por los extraordinarios sonidos que venían del taller.
Mientras tanto, Wicks contó a Altman que él tocaba en la Sinfónica, dirigida por Burnett, y lo invitó a presentarse para dar una prueba. Altman aseguró que le interesaba y que lo haría el día del próximo ensayo de la orquesta.
Cuando Altman se retiró, ella bajó y le preguntó qué era ese instrumento tan especial, que producía un sonido tan glorioso. "Bueno", dijo su marido, "yo creo que lo que acabas de oír es ni más ni menos que un Stradivarius".
Y así fue: Altman llegó al siguiente ensayo, se sentó junto a James Humphreville, el director que dirigía en ese momento, y comenzó a colaborar, a ayudar, a sugerir técnicas, estilos de ejecución y otras cosas.
Luego de eso, comenzó una amistad de Altman con Ed y Ann, los tres ligados por sus intereses musicales. Comenzaron a salir a cenar y a ir a conciertos, junto con la amante de Altman, Marcelle Hall. Era una amistad que todos deseaban que durara para siempre, pero el destino se confabuló para que eso no ocurriera. Apenas dos años después de haberse conocido, estaban los cuatro comiendo en un restaurant chino, cuando Altman comenzó a quejarse de un fuerte dolor de estómago. Sin embargo, ese malestar quedó relegado cuando Hall lo denunció por violación de una de sus nietas. Altman fue arrestado, juzgado y recibió fecha de sentencia, la cual esperó en libertad.
El 20 de marzo de 1985, Altman tocó el timbre de la casa de Wicks, no con el estuche de la primera vez, sino con un estuche especial para dos violines: el que había reparado Wicks y otro distinto. Altman explicó lo de su juicio y dijo que en seis días recibiría sentencia y temía ser condenado y acabar en prisión.
Entregó a Wicks los dos violines y una caja cerrada, y le rogó que tuviera en su poder y le guardara esos objetos hasta que él regresara, sin hacerlos ver ni entregárselos a nadie. Le hizo firmar un recibo que decía textualmente: "Recibo de Julian Altman en custodia: dos violines, cuatro arcos, un estuche doble para violines y una caja de cartón conteniendo joyas de hombre, gemelos, monedas, piedras preciosas, anillos, un reloj y otros artículos de joyería". Wicks aceptó hacer ese favor a su amigo y firmó el recibo, quedándose con los objetos.
En un giro increíble de los acontecimientos, Marcelle Hall, la misma mujer que acababa de denunciar a Altman por abusar sexualmente de su nieta menor de edad, voló con él a Las Vegas para casarse. El 26 de marzo de 1985, Altman se declaró culpable de "poner en riesgo la salud de una menor" y evitó de esta forma el juicio por estupro. Fue sentenciado a un año de cárcel y encerrado en la prisión de Bridgeport.
La flamante esposa, que no sabía manejar, pidió a Wicks que la llevara en su auto hasta la prisión para efectuar su primera visita a Julian. Wicks accedió. Visitaron a un Altman con aspecto de muy enfermo, y en el viaje de vuelta, la mujer se lamentaba incesantemente: "¡Cómo es Julian...! Si yo supiera dónde tiene escondido ese violín...". Como es de esperarse, Ed no abrió la boca.
Poco tiempo después, el prisionero fue diagnosticado como portador de un cáncer de estómago en etapa terminal. Antes de morir, se quejó ante Wicks de la manera "despiadada" en que Marcelle le preguntaba por el paradero del instrumento. Pocos días más tarde, finalmente reconoció ante su mujer que el violín era realmente un Stradivarius y que se hallaba en poder del luthier.
En menos de lo que se tarda en contarlo, la mujer se apersonó en el taller de Wicks y le exigió la devolución de los objetos. Wicks no estaba seguro de si debía entregárselos, así que llamó a la prisión y solicitó la autorización del moribundo. El violinista le dijo que estaba bien.
Wicks le entregó la caja y los violines, y Marcelle, revisando el forro del estuche, encontró recortes de diarios de 1936 que daban cuenta de los grandes recitales de Huberman, con lo cual se convenció de que el Stradivarius era el que le había sido sustraído al gran virtuoso polaco tantos años atrás.
Julian Altman murió el 12 de agosto de 1985 y sus restos fueron cremados. Las cenizas fueron depositadas en su tumba junto con su violín, pero Wicks, que estaba presente en el funeral, se dio cuenta enseguida de que no era el Stradivarius sino el otro instrumento.
Marcelle contrató una firma de abogados para que procedieran a hacer certificar la autenticidad de su violín. Cuando los expertos dictaminaron que se trataba del ejemplar "Gibson Ex-Huberman", la viuda pasó más de un año negociando con la aseguradora que le había pagado a Huberman por el robo, intentando obtener una recompensa por haber recuperado el tesoro. El arreglo fue que, vendido el instrumento en subasta, Lloyds entregaría a Hall nada menos que un cuarto del valor obtenido. Luego, lo enviaron a restaurar nuevamente.
El 8 de mayo del 87, Hall celebró una enorme fiesta que duró dos días, haciendo honores al retorno del "Stradivarius Gibson Ex-Huberman" a la escena musical mundial. El festejo salió en todos los diarios y fue transmitido por televisión. En el verano del mismo año se cumplían los dos siglos y medio de la muerte de Stradivari, y la ciudad de Cremona celebró el aniversario con una gran exposición pública de 48 Stradivarius. Junto al "Stradivarius Soil" de Perlman se encontraba el "Gibson" de Altman y la viola que había pertenecido a Alfred Gibson.
De regreso a Londres, el violín fue vendido por Lloyds al violinista inglés Norbert Brainin, director del prestigioso Cuarteto Amadeus. El precio fue de 1.053.903 dólares, y, por consiguiente, Marcelle Hall terminó cambiando la virginidad de su pequeña nieta por la nada despreciable suma de u$s 263.475,75. Pero, justicia poética mediante, la suerte le sería adversa: la hija del primer matrimonio de Altman le entabló una disputa legal, argumentando que en la sucesión de su padre no había sido incluida la recompensa, y el juez le hizo lugar. Por consiguiente, Hall tuvo que entregar el dinero a la sucesión, además de un 10% (más de 26.000 dólares) por cada año que poseyó la recompensa en su poder. Así que la mujer tuvo que depositar los 263.475,75 de la recompensa y un interés de 105.390,28, lo que totaliza una cifra final de 368.866,03 dólares. Al fin, la honestidad de su nieta demostró, como veremos, ser muy, muy cara.
Entre los puntos de la resolución del juez, se encontraba el hecho de que Altman nunca había presentado prueba alguna del modo en que el "Gibson" había llegado a su poder. Marcelle tuvo que presentarse al juzgado para decir lo que sabía: Altman le había dicho que había comprado el Stradivarius a un amigo por la suma de 100 dólares al día siguiente de que el mismo fuera robado del concierto de Huberman. Pero poco antes de morir confesó habérselo robado por orden de su madre, que decía que era el instrumento adecuado para que su talento fuera reconocido. Vivía cerca del Carnegie Hall y tocaba en un restaurante ruso ubicado en la misma manzana. Se había hecho amigo de los guardias de seguridad del auditorio, y les regalaba cigarrillos y cigarros, diciéndoles que él cuidaría las puertas por ellos mientras salían a fumar. En uno de esos momentos, en un intermedio de su interpretación en el restaurante, entró al teatro, corrió escaleras arriba, tomó el violín de Huberman y lo escondió bajo su grueso abrigo ruso. Marcelle Hall confesó que había dicho a Lloyds la primera historia (la del amigo y los 100 dólares) pero no esta, la que estimaba verdadera.
El tribunal sentenció a Hall a pagar lo que se ha explicado y dejarlo dentro de la sucesión y ella apeló, llegando hasta la Suprema Corte de Connecticut, que en fallo dividido (4 a 1) dio la razón al magistrado inferior y le quitó el dinero que a esas alturas (1996) ya ascendía a más de medio millón de dólares debido a los intereses. El 18 de marzo de 1998 la mujer se declaró en quiebra. Murió en 2001 en la más negra miseria, malviviendo de su cheque de la Seguridad Social.
Un joven de 36 años (el violinista subterráneo de nuestra historia) pronto se sintió atraído por el "Stradivarius Gibson". Él poseía el "Stradivarius Tom Taylor", construido en 1732 por Stradivari (a pesar de que en ese tiempo había dejado la mayor parte del trabajo de su taller en manos de sus hijos), pero sabía que este otro "sonaba de modo incomparablemente superior".
El "Stradivarius Tom Taylor" del violinista del subte tiene también una larga y rica historia, pero, como es usual, conocemos sólo la última parte de ella. Estuvo en manos del eximio organista John Camidge aproximadamente desde 1819. En 1837 se lo vendió al Reverendo William Flower, que ya poseía numerosos instrumentos de Stradivari. Flower utilizó el "Tom Taylor" en el Festival Musical de Norwich en 1839. A la muerte del religioso, el violín fue heredado por su nieto Tom Taylor, quien dio su nombre al instrumento. Este murió a su vez, pasando el Stradivarius a manos de su esposa, la famosa cantante, compositora, pianista y violinista Laura Wilson Barker. Ella lo utilizó durante toda su carrera, tocándolo, entre otros, junto a Paganini y Spohr. Laura murió en 1905, y su hija vendió el violín a un alemán, que a su vez se lo entregó al comerciante de instrumentos antiguos Hammig. Lo compró Erich Lachmann en 1927, fue exportado a Estados Unidos en 1928 y llegó a la Colección Wurlitzer. Wurlitzer lo vendió a Albert F. Metz, que se lo prestó a la joven artista Patricia Travers para que lo ejecutara en sus giras. Luego pasó a poder de Jacques Gordon, director de la Orquesta Sinfónica de Chicago, que, además, había comprado en 1944 uno de los "Stradivarius de Rougemont", construido en 1703.
Luego fue adquirido por el violinista del subte de Washington.
El joven conoció en un concierto al nuevo propietario del "Stradivarius Gibson", y Norbert Brainin le permitió tocarlo brevemente, algo comprensiblemente muy raro entre los poseedores de estos sublimes instrumentos. El muchacho dijo: "Es el más impresionante sonido de cualquier violín que yo haya escuchado". Brainin, viendo el negocio que se hacía posible bajo sus ojos, rápidamente replicó: "A lo mejor un día sea suyo. El día en que me venga a ver provisto de cuatro millones de dólares".
En agosto de 2001, el violinista del subte se enteró de que Brainin estaba a punto de vender el "Gibson" a un coleccionista, un industrial alemán que ni siquiera sabía tocar el violín. "Yo lloraba de pena y rabia", dijo. Decidido a evitar tamaño despropósito, de inmediato vendió su "Tom Tyler" en algo más de dos millones, y consiguió que alguien le prestara el resto. Brainin, al ver su determinación y su entusiasmo, le hizo un "pequeño" descuento: se lo dejó en 3,5 millones de dólares. Las negociaciones entre Brainin y el joven violinista duraron sólo dos días, un récord mundial de velocidad para las ventas de este tipo de violines, que usualmente consisten en duras argumentaciones que suelen durar meses.
Así que he aquí el cuadro completo: en el subte de la ciudad de Washington tenemos a un violinista sumamente competente, un verdadero virtuoso, tocando una pieza del mayor compositor de todos los tiempos, para más datos la más difícil pieza para violín jamás escrita, en un violín Stradivarius de excelencia, valuado en más de 3,5 millones de dólares... para un público de transeúntes apurados que casi ni se percatan de su presencia.
¿De qué se trata todo esto?
El protagonista de esta extraña historia tiene hoy tiene hoy cuarenta y un años y se llama Joshua Bell. Nacido en Indiana, su madre tocaba el piano como afición. Cuando el niño tenía 4 años, ella descubrió que robaba bandas elásticas de donde pudiese, las estiraba sobre un cajón abierto y reproducía con este instrumento los sonidos que le oía tocar en el piano. Ver esto y decidir enviarlo a tomar clases de violín fue todo uno. Estudió con Mimi Zweig y luego con el gran Josef Gingold. Su talento era tan sorprendente que a la edad de catorce años, el director Riccardo Mutti lo hizo debutar como solista al frente de la Sinfónica de Philadelphia.
Joshua niño
Bell es el mejor violinista del mundo y uno de los tres instrumentistas clásicos norteamericanos más importantes de todos los tiempos. Se recibió de Doctor en Música dos años antes de lo que le correspondía, obtuvo su diploma de violinista a los veintidós años, el premio de Servicios Distinguidos de la Universidad de Indiana dos años más tarde, y ostenta los títulos de Leyenda Viviente de Indiana y de Artista Premiado por el gobernador del mismo estado.
Debutó en el Carnegie Hall a los dieciocho años como solista con la Orquesta Sinfónica de Saint Louis, ganó un premio Grammy en 1993 y un Oscar por su interpretación de la partitura de John Corigliano para la película "El violín rojo", la cual, justamente, ejecutó en su "Stradivarius Tom Taylor".
La primera grabación que efectuó con el "Stradivarius Gibson Ex- Huberman" fue el "Romance del Violín", bajo el sello Sony, que vendió la friolera de 5 millones de copias y se mantuvo en el Top Ten durante 54 semanas, un logro impensable para un disco de música clásica. Acaba de grabar "Las Cuatro Estaciones", de fray Antonio Vivaldi, en lo que muchos reputan como la mejor versión de todos los tiempos de estos cuatro célebres conciertos para violín.
Tapa del CD de los 5 millones de copias
Bell es solista de la Orquesta de Cámara de Saint Paul, profesor de la británica Real Academia de Música, miembro del Comité de Selección Artística del Centro Kennedy, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), titular del Premio Avery Fisher del Centro Lincoln y profesor de la Escuela de Música Jacobs de la Universidad de Indiana.
Este es el hombre que en la fría mañana de invierno de 2007 tocaba a Bach en el subterráneo de Washington, sin que casi nadie le prestara atención, con la cabeza cubierta por su gorrita de béisbol.
Se le pregunta por los rayones del fondo de su Stradivarius, y Bell responde: "Nuestro conocimiento de la acústica todavía es incompleto, pero él... él sabía". Nunca lo llama por su nombre, pero cada vez que Bell dice "él", se está refiriendo a Antonio Stradivari. No se volverá a barnizar nunca. Y no lo hará porque, como hemos dicho, la fórmula original del supremo barniz yace en una tumba italiana olvidada, junto con las cenizas de su creador. Sabemos que elaboraba su compuesto a base de miel, clara de huevo y gomas arábigas africanas, pero nunca conoceremos las proporciones exactas. El "Stradivarius Gibson Ex- Huberman" es un instrumento tan perfecto que, se lo tome por el diapasón como se lo tome, descansa siempre suavemente apoyado en la muñeca. "Si con una hoja de afeitar le quito un solo milímetro de madera", afirma Joshua, "un solo milímetro de cualquier parte, arruino para siempre su equilibrio sonoro".
Joshua tocando su "Stradivarius Gibson Ex-Huberman"
Es por el Stradivarius que Bell fue hasta la boca del subte en taxi y no caminando. A pesar de que vive a sólo tres cuadras de L´Enfant Plaza, nadie camina trescientos metros por una gran ciudad con un Stradivarius por el cual pagó 3,5 millones de dólares.
El concierto en el subte fue un experimento sociológico-cultural ideado por el periodista del Washington Post Gene Weingarten, quien, dicho sea de paso, ganó un Premio Pulitzer por el artículo resultante.
La idea era determinar si somos capaces de apreciar la belleza cuando estamos apurados o concentrados en nuestras preocupaciones. Weintgarten entusiasmó a Bell con la cuestión, y consiguió convencerlo de ofrecer un concierto de 43 minutos en el subte en las condiciones que hemos relatado.
¿Qué ocurriría? Esta es la pregunta fundamental que se hizo Weingarten. "¿Qué haría usted si viera en el subte al mejor violinista del mundo tocando en el mejor violín del mundo la pieza más difícil jamás compuesta? ¿Se detendría a escuchar? ¿Le daría un dólar sólo por ser amable? ¿Seguiría de largo disgustado por esta intromisión a su tiempo y su bolsillo? ¿Tomaría una decisión distinta si el violinista fuera malo? ¿Y si fuera bueno? ¿Tiene usted tiempo para apreciar la belleza verdadera? ¿Cuál sería su matemática moral en ese momento?".
Todas estas preguntas quedarían respondidas cuando Joshua ofreciera su pequeño recital a los pasajeros de la estación L´Enfant.
El esquema del trabajo fue el siguiente: Joshua se posicionó en un lugar predeterminado, entre un tacho de basura, un puesto de lotería y el local de una lustrabotas brasileña. Weingarten se colocó en el andén de enfrente y filmó todo el recital con una cámara oculta. Arriba, a la salida de las escaleras mecánicas, otros periodistas del Post detuvieron a cada una de las personas que pasaron frente a Bell, se hubieran detenido a escucharlo o no. Se les dijo que el Washington Post estaba realizando un estudio acerca de las condiciones en que viajaban los pasajeros del subte, y se les solicitó sus números de teléfono a fin de entrevistarlos al día siguiente con preguntas relativas a la seguridad de los coches, la comodidad de las combinaciones y asuntos por el estilo. En realidad, se les preguntaría acerca del violinista. ¿Habría sido trascendental para ellos la belleza que acababan de presenciar?
Gene Weingarten
Dice Weingarten: "No tocaría música popular, porque resultaría familiar para la gente, y esa familiaridad en sí misma concita interés. La prueba no era así. Serían obras maestras que han sobrevivido a los siglos sólo gracias a su brillantez, música que ha sido ejecutada en grandes teatros, conciertos y catedrales. La acústica de la estación se demostró sorprendentemente amable. A pesar de las arcadas utilitarias y el salón intermedio entre las puertas de salida y las escaleras mecánicas, de alguna manera el techo reflejaba el sonido y lo devolvía rotundo y resonante. El violín es un instrumento muy similar a la voz humana, y en verdad, en las manos maestras de Joshua, gemía, reía y cantaba extático, penoso, molesto, adorador, amoroso, agresivo, juguetón, romántico, alegre, triunfal, suntuoso".
Así dio comienzo el experimento.
Weingarten consultó al Maestro Leonard Slatkin, director musical de la Orquesta Sinfónica Nacional, preguntándole qué pensaba que ocurriría. "Supongamos que no lo reconocerán, que lo tomarán simplemente como un músico callejero más", respondió Slatkin. "Aún así, no creo que, siendo un violinista tan bueno, pueda pasar inadvertido. Es cierto que en Europa harían más caso de él... Pero, de más de mil personas, yo creo que treinta y cinco o cuarenta reconocerán su calidad por lo que vale, y setenta y cinco ó cien se detendrán y se quedarán a escucharlo". ¿O sea que usted piensa que se reunirá una multitud?, preguntó el periodista. "Por supuesto", fue la respuesta. "¿Y cuánto cree usted que recaudará?". El director estimó que unos 150 dólares. "Muchas gracias, Maestro. ¿Sabe? No es un caso hipotético. Hicimos el experimento realmente, y nada de lo que usted dice sucedió". "¿Quién era el violinista?". "Joshua Bell". "¡Nooooooo...!".
Nadie le hizo caso. Nadie prestó atención al músico que, tres días antes, había llenado el Symphony Hall de Boston, cuyas últimas butacas habían costado cien dólares cada una; el violinista al que, dos semanas más tarde, cientos de personas escucharían religiosamente de pie en el Music Center de Strathmore porque simplemente no había espacio suficiente para sentarse. Para los pasajeros del subte, ese día el Maestro Bell era simplemente otro músico mendicante callejero más.
Weingarten aprovechó para encontrarse con Bell por primera vez pocos días antes de la navidad de 2006, ocasión en que el músico, residente en Nueva York, se encontraba en Washington para hacer dos cosas: una de ellas era tocar en la Biblioteca del Congreso. La segunda fue visitar la bóveda subterránea del edificio, donde se guarda un violín del siglo XVIII que perteneció al extraordinario virtuoso y compositor austríaco Fritz Kreisler. El curador de la biblioteca sacó el violín de su vitrina e invitó a Bell a probarlo. El sonido sigue siendo perfecto. "Estuve pensando en hacer una gira tocando exclusivamente piezas de Kreisler... en el violín de Kreisler" dijo Bell, sonriendo.
Joshua Bell
Cuando el periodista le explicó lo que pretendía de él, el joven maestro dijo, sencillamente: "Suena divertido".
Como veremos, no lo fue tanto.
Bell impuso solamente dos condiciones para participar en la experiencia. La primera, como se ha dicho, fue que se le permitiera llevar el "Stradivarius Gibson" en taxi y no a pie como se le había dicho. El periodista le describió la experiencia como "un ensayo acerca de si la gente es capaz de reconocer el genio", y la segunda condición de Bell fue que no se utilizara la palabra "genio" en el artículo. "No me siento cómodo si me llamas así. Genios fueron los compositores cuyas obras interpreto. Mis dotes son sólo interpretativas, y por lo tanto, yo no soy un genio".
El cambio terminológico fue aceptado, y, a lo largo del artículo que ganó el Pulitzer para Weingarten, la palabra "genio" fue reemplazada por "belleza". ¿Serían los pasajeros del subte capaces de descubrir la belleza?
La primera persona que se dio por enterada de la existencia de Joshua en la plataforma del subte apareció cuando este ya había tocado los primeros tres minutos de la ciaccona de Bach. Era un hombre de mediana edad que aflojó el paso al escuchar la música, volvió la cabeza hacia el ejecutante y siguió su camino. Medio minuto más tarde, una mujer puso un dólar en el estuche y se fue. Recién en el sexto minuto de su ejecución la primera persona se detuvo a escucharlo.
"Las cosas nunca mejoraron mucho", explica Wingarten. "De las mil noventa y siete personas que pasaron frente a Joshua en esos cuarenta y tres minutos, sólo veintisiete le dieron dinero, la mayor parte sin siquiera detenerse. Siete de ellos se detuvieron a escuchar por al menos sesenta segundos. No, Maestro Slatkin. Nunca hubo multitud alguna, ni por un solo segundo. Uno puede pasar el video una vez o quinientas: nunca va a ser algo fácil de mirar. Uno puede ponerlo en velocidad rápida: parece un noticiero mudo de la época de la Primera Guerra Mundial: la gente se escurre alrededor de Joshua en cómicos arranques y detenciones, tazas de café en mano, celulares en sus oídos, tarjetas de identificación golpeteando sus barrigas, una lúgubre danza macabra de indiferencia, inercia, y la sórdida, gris corriente de la modernidad. Recién entonces uno se da cuenta: él es el único que es real. Los demás son fantasmas".
Luego de esta penosa descripción el periodista reabre un debate que ha durado desde los tiempos de Platón: ¿Qué es en realidad la belleza? ¿Una cantidad mensurable como quería Leibniz? ¿Una mera opinión como decía Hume? ¿Un poco de cada cosa, teñida por el estado mental del observador como opinaba Kant?
Weingarten comulga con este último (dice que es el que tiene razón), mientras Joshua Bell intenta explicarse a sí mismo qué demonios sucedió en el subte aquella mañana que nunca olvidará. "Al principio", dice, "me concentraba sólo en tocar". Esto es normal, dado lo exigente que es la ciaccona. "En realidad no estaba mirando lo que pasaba a mi alrededor. Cuando uno toca el violín, es un relator, está contando una historia". Pasadas las partes más difíciles de la pieza, y ya algo más relajado, el videotape muestra a Bell cometiendo uno de los peores errores de su vida: arriesga una mirada a su alrededor. "Fue un sentimiento extraño. Esa gente estaba...". Le cuesta decir la palabra. "Estaba... ignorándome". Ahora sonríe. "Ignorándome a mí, que en el teatro me enojo si alguien tose o si suena un celular. Pero acá, mis expectativas desaparecieron enseguida. Pronto empecé a agradecer cualquier pequeña muestra de reconocimiento, incluso una ligera mirada. Me sentía salvajemente agradecido cuando alguien ponía en el estuche un dólar en vez de moneditas". Weingarten agrega: "Quien dice esto es un hombre que vende su talento por más de 1.000 dólares el minuto".
Joshua y la ciaccona en el andén
Pero Bell ya está embalado y continúa: "Yo estaba nervioso. No era exactamente miedo escénico, pero tenía mariposas en el estómago. Era estresante". Entonces Weingarten le pregunta por qué un hombre a quien han aclamado todos los públicos, que ha tocado frente a reyes y emperadores, tiene miedo de tocar para los pasajeros del subte. "Es que el que compra una entrada cara para verte, ya te ha convalidado de antemano. Nunca tengo el sentimiento de que debo ganar su aceptación. Pero en este caso tenía un pensamiento permanente: ¿Qué pasaría si yo no les gustaba? ¿Qué si les molestaba mi presencia?".
No sólo al Maestro Slatkin consultó Weingarten. También fue a visitar a Mark Leithauser, Curador en Jefe de la Galería Nacional de Arte. Es un hombre que ha tenido en sus manos más obras maestras que cualquier rey de la historia, que cualquier Papa, incluso que cualquier miembro de la familia Médici. Y explica al autor del artículo lo que él cree que sucedió esa mañana en el metro de Washington: "Digamos que tomo una de las obras maestras más abstractas de este museo, por ejemplo un Ellsworth Kelly. Le quito el marco, bajo los cincuenta y dos escalones de la escalinata, paso las columnas gigantes y me voy a un restaurante. Es un cuadro de cinco millones de dólares. El restaurante es uno de esos que tienen a la venta piezas de arte originales, pintadas por los alumnos avanzados de la Escuela de Arte. Bueno, yo voy y cuelgo el Kelly entre las demás obras y le pongo una etiqueta que dice que vale 150 dólares. Nadie se va a dar cuenta de nada. Tal vez un especialista en arte lo mire y diga: 'Eh, eso se parece un poco a un Kelly. Pasame la sal'. Y eso será todo". Es que eso es lo que fue la interpretación del subte. Un cuadro que es una obra maestra, sin marco, colocado en la pared de un bar en lugar de en un museo. Lo que Leithauser pretende explicar con su excelente ejemplo es que, si hablamos del reconocimiento del arte por el observador, el contexto es un factor crítico. Joshua Bell no era Joshua Bell tocando la pieza más complicada de Bach en un Stradivarius: Joshua Bell era un mendigo pidiéndole dinero a gente ocupada.
Es por esto que Weigarten cree que Kant tenía razón: el filósofo alemán asegura que, para que un ser humano reconozca la belleza, las condiciones de observación deben ser óptimas. El profesor Paul Guyer, especialista en filosofía kantiana de la Universidad de Pennsylvania, dice: "Ir en camino al trabajo en subte, temprano por la mañana, preocupado por el informe que debo entregar a mi jefe, concentrado en que los zapatos no me andan bien y me hacen doler los pies, ciertamente no son las condiciones ideales para apreciar un gran hecho artístico".
Pero hay algo más: Kant dice claramente que sólo pueden juzgar bien la belleza aquellos que son capaces de hacer juicios morales acertados. Y convengamos en que esto último es algo que no se le da demasiado bien a la mayoría de los seres humanos. Es por ellos que el Buen Doctor, el gran Isaac Asimov, puso como motto en el blasón de uno de sus robots la sentencia latina Nulla æsthetica sine ethica.
"¿Qué conclusión hubiera sacado Kant si hubiera visto a Bell tocando en el subte para mil personas que no lo escuchan?" pregunta Weingarten. "Absolutamente ninguna", responde lacónicamente el experto. Así son las cosas. Pero hay más.
Si uno mira el video de la actuación de Joshua, se sorprende con las reacciones de los pasajeros. Uno de ellos se llama John David Mortensen. Es blanco, de treinta y pocos años, y lleva un maletín. Se acerca a la escalera mecánica, que hace un recorrido de un minuto y quince segundos, deliberadamente elegida por Weingarten para darle al público una oportunidad (más bien para obligarlos) a escuchar a Bell tocando al pie de la misma. Mortensen está en la escalera, y vuelve la cabeza hacia Joshua. No entiende nada de música clásica (lo suyo es el rock) pero lo que oye le agrada. Y, al revés que la mayoría de los otros, no se apura cuando llega arriba. Se queda escuchando. Es el primero que se detiene, el hombre del minuto seis. Y no porque no tenga nada que hacer. Cuando el periodista del Washington Post lo entrevista al día siguiente, Mortensen le explica que es gerente de proyecto del Departamento de Energía. Ese día tenía que participar de un simulacro de presupuesto mensual: revisar los gastos del mes anterior, predecir los del mes siguiente, decidir adónde iría el dinero...
Mortensen baja de la escalera, busca al violinista con la mirada, intenta seguir su camino, pero la música lo retiene. Verifica la hora en su celular: tiene exactamente tres minutos. Se apoya en una pared y escucha la ciaccona. En ese preciso instante, Bell ataca la segunda parte: "Es el punto en que Bach pasa de ese tono oscuro, menor, a la clave mayor. Tiene un sentimiento de exaltación casi religioso", dice Bell. Weingarten completa: "Bell se puso a bailar mientras tocaba. La música se elevó, juguetona, teatral, grandiosa".
Su anterior "Stradivarius Tom Taylor"
"Yo no entiendo nada de claves mayores ni menores", dice Mortensen. "Sea lo que fuese, me hizo sentir en paz". Es la primera vez en su vida que se detiene a escuchar a un músico callejero. En los tres minutos que su horario le autoriza, otras moventa y cuatro personas pasan frente a Bell y él. Ninguna vuelve siquiera la cabeza. Mortensen se retira a practicar sus presupuestos para el Departamento de Energía. Deja a Bell algunos dólares. Es también la primera vez en su vida que hace eso. No sabe del todo qué es lo que pasó esa mañana, pero confiesa ante el periodista que fue algo muy especial.
Joshua y Gene miran el video del subte. En él, el músico está a punto de terminar la ciaccona. Implora: "Adelantame eso. No me pases los finales de las piezas. Te lo pido por favor...". ¿Qué sucede al final de cada obra? Lo que más teme un artista. Nada. Silencio. Nada en absoluto. No hay aplausos. No hay sonrisas. No hay reconocimiento. No hay "bravos". No hay nada.
En la pantalla, Joshua hace un pequeño ruidito frotando el arco contra las cuerdas. Para un músico avergonzado, es el equivalente de la frase: "Bueno, sigamos a ver si la próxima les gusta más".
Y ataca el "Ave María".
La pieza de Schubert, estrenada en 1825, sorprendió a todos los críticos musicales de Europa, porque el compositor jamás había demostrado fervor religioso alguno. Sin embargo, la obra es un canto de adoración a la Virgen capaz de quitarle el aliento al más indiferente. "Pienso que la compuse porque nunca me obligué a la devoción y nunca escribí himnos ni plegarias, a menos que me agarraran desprevenido. Creo que la espontánea es la devoción más pura y correcta", escribió Franz Schubert.
Estamos hablando de la pieza religiosa más interpretada de la historia.
Cuando el "Ave" llevaba ya dos minutos ejecutándose, el video muestra algo increíble. Mujer negra con niño pequeño de la mano, caminando rápidamente. El niño —Evan, de tres años— escucha a Joshua, mira a su alrededor hasta encontrarlo, y pretende detenerse, pero su madre lo arrastra para que siga caminando. El niño vuelve a detenerse, y su madre se interpone entre Joshua y él, para impedir el contacto visual. Luego, lo lleva a la escalera mecánica. Antes de desaparecer, puede verse a Evan en puntas de pie, intentando todavía ver a Joshua tocar.
La mujer negra es Sheron Parker, gerente de sistemas de una agencia federal. "Llegaba tarde", dice al periodista que la reportea al día siguiente. "Tenía una clase de entrenamiento a las 8:30, pero primero tenía que llevar a mi hijo a la escuela. Había un músico, y eso intrigó a mi hijo, Quería pararse y escuchar, pero yo estaba retrasada". Se le explica que el "músico" era el mejor violinista del mundo y de los últimos cincuenta años, y ella simplemente ríe. "No me extraña. Evan es muy inteligente", dice.
"El poeta Billy Collins", dice Weingarten, "observó una vez que todos los bebés vienen al mundo con conocimientos de poesía, porque el lub-dub del corazón de su madre está en metro yámbico. Luego, la vida lentamente estrangula la poesía que tenemos en el interior. Y eso debe ser cierto para la música, también". Si el amable lector busca conclusiones científicas al estudio de Weingarten, lamento desilusionarlo. No hay conclusiones. Es como si Kant hubiera sido testigo del hecho. No hubiera podido extraer ningún hecho válido.
Joshua con su "Gibson"
No existe ningún patrón étnico, demográfico, cultural, social ni de ninguna otra especie que se pueda extrapolar de la conducta de la gente que pasó frente a Joshua esa mañana. sólo podemos dividirlos en tres grupos: los que se detuvieron a escucharlo, los que le dieron dinero y, finalmente, la inmensa mayoría, que lo ignoró olímpicamente. Blancos, negros, hispanos y amarillos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, todos ellos están igualmente representados en las tres muestras.
Sólo hay un patrón demográfico discernible: cada vez que pasó un niño, quiso detenerse y escuchar. Y cada vez que lo hizo, su padre o su madre lo arrastraron lejos de Joshua. El video lo demuestra sin asomo de duda. No falló ni una vez.
¿Será que los niños detectan la belleza con más facilidad que los adultos?
Si alguien lo sabe, no lo dice.
En la estación L´Enfant, pasando una doble puerta de vidrio, hay una galería comercial. Está ubicada a ambos lados de pasadizo que lleva a la superficie, a los ascensores que van a los edificios y a la calle.
El primer local (el más cercano a la ubicación de Joshua) es una panadería llamada Au bon pain. George Tindley trabaja allí, bajo la estricta mirada de los dueños. Tiene puesto un delantal blanco, y no puede descansar un minuto. Es cuarentón, y de tanto en tanto se acerca a las puertas de vidrio. No puede abandonar su local, pero se detiene exactamente en la línea de edificación para quedar siempre adentro, técnicamente hablando. Pero escucha al violinista. "En menos de un segundo uno se daba cuenta de que el tipo era bueno, claramente un profesional", dice al Washington Post. Y sabe de lo que habla, porque él es guitarrista y puede detectar la calidad de alguien que, como él, domina un instrumento de cuerda. George respeta a los músicos, excepto a los de una clase: "La mayoría de los que tocan no sienten la música. Bueno, ese muchacho la sentía. Bailaba mientras tocaba. Se movía, se movía llevado por el sonido".
A ocho metros de George está el puesto de lotería, casi siempre con una cola de cinco o seis personas. Weingarten dice: "En realidad, ellos hubieran tenido una visión de Joshua mucho mejor que la del encargado de la panadería... si se hubieran vuelto a mirarlo. Nadie lo hizo. Nadie en los cuarenta y tres minutos que duró el recital".
Uno de los apostadores se llama J.T. Tillman, y es un especialista en computadoras del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano. Se acuerda muy bien de qué números jugó: diez números, dos dólares a cada uno, veinte dólares en total... También recuerda al violinista, pero no lo que tocaba, a pesar de que se trata de la música religiosa más famosa del mundo. Dice que en general era algo clásico, parecido a lo que tocaba la orquesta en la película "Titanic" antes del iceberg (¿?). "No pensé en él", dice. "Nada más que un tipo intentando conseguir un par de dólares". Cuando se le explica que despreció a uno de los diez mejores músicos del mundo, ríe y pregunta: "¿Va a volver a tocar aquí?". "Sí, pero no en el subte. Y si quiere volverlo a escuchar, va a tener que desembolsar varios cientos de dólares". "¡Maldición!", exclama. "Además, los números que jugó no ganaron", dice Weingarten.
Joshua termina el "Ave María" y recibe como premio otro estruendoso silencio. Con rostro compungido, ataca "Estrellita", de Manuel Ponce, y luego una pieza de Massenet. A continuación, sigue con una gavota de Bach, una danza lírica verdaderamente impresionante.
Se mira tocar en el video de Weingarten. No puede creer lo que ve. Hay algo que lo confunde. "Entiende perfectamente por qué no está atrayendo multitudes", dice el periodista. "No es posible en medio de la vorágine del subte, a las 8 de la mañana de un día laborable". Joshua lo mira y dice: "Me sorprende la cantidad de gente que no me presta atención en absoluto, como si yo fuese invisible. Porque: ¿sabes qué? Mírame ahí: ¡estoy haciendo un montón de ruido!".
Y es verdad. El violín de Joshua está generando una verdadera pelota de sonido, audible en todas partes de la estación. Es tan fuerte que los que hablan por celular tienen prácticamente que gritar al pasar a su lado. Su manejo del arco en la gavota de Bach es tan complejo e intrincado que en muchas oportunidades parece en verdad un dúo de violines. Que la gente ni lo mire es un fenómeno absolutamente sorprendente.
Joshua piensa que la falta de atención es deliberada, para no sentirse culpables por no darle dinero.
Puede ser, pero ninguno de los transeúntes lo reconoció al hablar al día siguiente con los periodistas del Post. Sólo dijeron que estaban apurados, preocupados o ambas cosas.
Calvin Myint es empleado de la Administración de Servicios Generales. Llegó a la cima de la escalera mecánica, dobló a la derecha y salió a la calle. El periodista lo llama pocas horas más tarde, pero Calvin ni siquiera es consciente de que allí haya habido un músico. "¿Dónde estaba, en relación a mí? pregunta. "A un metro veinte". "Ah". No es que Calvin sea hipoacúsico, sino que tenía puestos unos auriculares e iba escuchando en su iPod la canción "Just like Heaven", de The Cure, que, casualmente, habla de una trágica desconexión emocional: un hombre acaba de encontrar a la mujer de sus sueños pero no puede expresarle lo que siente, para lograrlo sólo cuando ella ya se ha ido. Es sobre la incapacidad de ver la belleza incluso cuando la tenemos ante nuestros propios ojos.
La siguiente persona que prestó atención a Bell está incluida en el grupo de los que le echaron una larga mirada, pero a pesar de ello no acortaron el paso ni se quedaron a escucharlo. Es una mujer y se llama Jackie Hessan. "Sí, vi al violinista, pero nada de él me impresionó demasiado". Verla en el video parece contradecirla. Se le señala que lo miró con atención y durante un tiempo inusitadamente largo para alguien que no la impresionó. "No, no presté atención a la música. Simplemente trataba de imaginarme qué estaba haciendo allí, si ese trabajo funcionaría para él, si haría mucho dinero, si preferiría empezar con algo de plata en el estuche para estimular la imitación, o si le convendría empezar con el mismo vacío para forzar la lástima. En pocas palabras, lo estaba analizando desde el punto de vista financiero".
Contra lo que podría creerse, Jackie no es contadora, sino una de las abogadas especializadas en derecho laboral del Servicio de Correos de los Estados Unidos.
Las localidades más caras de ese recital tenían un precio de sólo cinco dólares. Eran las butacas del local de lustrado de zapatos. Usted podía conseguir una buena lustrada mientras, a su lado, tocaba el mejor violinista del mundo. Barato, ¿verdad?
El único que se hizo lustrar los zapatos durante el concierto de Joshua se llama Terence Holmes, y es consultor del Departamento de Transportes. Dice que la música le gustó, pero que en realidad estaba allí por los zapatos. "Mi padre me enseñó de chico que nunca debe uno ponerse un traje sobre zapatos sucios o sin lustrar".
La señora que le lustra los zapatos estaba enojada ese día, y el ruido que hacía Joshua no le mejoró el humor en absoluto. Se llama Edna Souza y es brasileña. "Se quejaba de que la música tenía mucho volumen", dice Holmes, "y yo traté de calmarla".
Souza estaba enojada porque entiende que, como ocurre con los peluqueros, gran parte de su trabajo consiste en conversar con sus clientes mientras saca brillo a los zapatos. Los músicos del subte a menudo se parapetan junto a su local, y el volumen de la música le impide hablar con los clientes, lo cual es muy malo para el negocio. Ella siempre les exige que se vayan más lejos, y ha llegado al extremo de golpear a algún músico. Otras veces, llama a los agentes de seguridad para que los obliguen a retirarse.
Se le pregunta sobre Joshua, y responde: "También era muy ruidoso". Weingarten la ve bajar la mirada hacia sus trapos de lustrar, y comprende que le cuesta muchísimo decir algo bueno sobre esos malditos músicos. Al cabo, la muchacha agrega: "Pero el tipo era bastante bueno. Fue la primera vez que no llamé a la policía". Se sorprende cuando le dicen que se trataba del mejor violinista del mundo, pero no de que la gente lo haya ignorado. "Era predecible", afirma. "Si esto hubiera pasado en Brasil, se hubiese reunido una enorme multitud para escucharlo. Pero no aquí". Señala a un pequeño espacio cerca del tope de la escalera mecánica: "Hace dos años, ahí se murió un hombre, un indigente. Simplemente se cayó y se murió. Vino la policía, vino la ambulancia, pero nadie, ni un solo pasajero se paró a mirar, ni siquiera aflojaron el paso. La gente va por la escalera mecánica, vista al frente, pensando en sus propios asuntos, estresados. ¿Entiende lo que quiero decir?".
¿Qué hubiera hecho usted? ¿Habría detenido el paso para ver si el mendigo estaba vivo o muerto? ¿Se hubiera parado junto a Joshua para escucharlo tocar la gavota de Bach? De hecho, usted y yo hemos visto muchas veces a los músicos, tanto en la calle como en los pasadizos del subte. Es cierto que la mayoría son bastante malos, pero... ¿Qué hizo usted cuando se encontró con uno bueno? ¿Le dejó dinero? ¿Se quedó a escuchar? ¿O se sumó a la lamentable mayoría indiferente? Sospecho que el lector y el escriba hemos hecho esto último muchas veces.
Si el mismo Kant y el especialista en Kant no pueden extrapolar ninguna conclusión, es muy difícil que nosotros lo logremos, pero igualmente imposible es no preguntarse qué significa todo eso. La necesidad del contexto y las condiciones ideales son, por supuesto, condiciones sine qua non para apreciar la belleza. Pero ¿por qué? ¿Por qué nuestro cerebro no detecta la estética cuando la halla en un contexto diferente? ¿Por qué tendemos a pensar que algo es bajo, vil, malo o que no vale la pena si no está en una sala de conciertos o encerrado en un museo? ¿Por qué el carnicero consideraba que las sonatas de Bach sólo eran buenas para envolver la carne que vendía? ¿Por qué el Duque de Weimar estaba convencido de que el propio Bach era un imbécil? ¿Porque lo tenía a su lado y lo veía todos los días? ¿Por qué el Duque de Florencia pensaba que Leonardo no era más que un hombre afeminado que solamente servía para diseñar represas y fortificaciones? ¿Porque la "Virgen, el Niño, Santa Ana y Juan el Bautista" no se encontraba aún en la National Gallery de Londres?
La situación es triste, y el pronóstico no es bueno para la Humanidad. Si Kant tenía razón, y sólo puede hacer un juicio estético el que es capaz de hacer un juicio ético, las perspectivas para nuestra especie son terribles.
Weintgarten y Joshua miran el videotape. El violinista termina la gavota y parece dudar acerca de qué interpretar a continuación. Tras la breve vacilación, decide volver a tocar la tremenda ciaccona de la partita de Bach con la que abrió el extraño recital, ya que se trata de la pieza que mejor permite apreciar su maestría técnica.
Apenas comenzado el bis, un hombre de aspecto frágil y cabeza calva aparece en la escalera mecánica, se detiene de golpe y busca ansiosamente la fuente del sonido. Localiza a Joshua, retrocede, pasa bajo la arcada y por delante del puesto de la lustrabotas y del local de loterías, se ubica frente al músico y se queda inmóvil durante los siguientes nueve minutos. Escuchando la ciaccona. Arrobado.
El hombre se llama John Picarello, y, como a sus mil noventa y seis congéneres presentes en la estación durante esos cuarenta y tres minutos, al salir del edificio se la apersona un periodista del Washington Post. Le muestra sus credenciales, le dice que el periódico está efectuando una investigación sobre el sistema de transportes de la ciudad, y le pide su número de teléfono para entrevistarlo y recoger su opinión sobre el particular.
El propio Weingarten lo llama pocas horas más tarde, y lo primero que le pregunta es si vio algo extraño esa mañana en L´Enfant. De todos los entrevistados, Picarello es el único que inmediatamente menciona a Joshua Bell: "Había un músico tocando a la salida de la escalera mecánica". "¿Y por qué considera que eso es extraño?" le pregunta el periodista. "¿Nunca vio a un músico callejero en el subte?". "No como éste", contesta Picarello. "¿A qué se refiere?". "A que era un violinista soberbio. Nunca vi a nadie de ese calibre. Era técnicamente perfecto, sus fraseos eran excelentes. Tenía un violín grandioso, que daba un gran sonido, un tono exhuberante. Me paré a cierta distancia para escucharlo, porque no quise invadir su espacio". "¿En serio?" pregunta Gene cautelosamente. "Totalmente en serio. Fue una experiencia increíble. Fue un regalo, un lujo especial, una manera maravillosa de empezar el día".
John Picarello es supervisor del Correo. Es un gran admirador de Joshua Bell, pero no lo reconoció, primero, porque no había visto fotos recientes del violinista. En segundo lugar, al no querer invadir físicamente al violinista, se paró bastante lejos, y la gorra de béisbol de Joshua le ocultaba parte del rostro. Tercero, estaba demasiado fascinado por la manera de tocar como para tratar de identificarlo.
Nacido en Nueva York, Picarello estudió violín con seriedad y coherencia, pues quería llegar a ser un gran concertista. A los 18 años, sin embargo, abandonó esta ambición, convencido de que nunca sería lo suficientemente bueno. Prudentemente, consiguió un trabajo en el Correo Postal, pero incluso hoy, muy de tarde en tarde, toma su violín y toca un poco.
"Cuando me fui, le dejé humildemente cinco dólares", dice el neoyorquino de origen italiano. Todas y cada una de sus palabras pueden verificarse observando la grabación. Se lo ve acercarse, con la mirada baja y sin apenas mirar a Joshua, le deja el billete en el estuche y huye. "Como si se avergonzara, se lo ve alejarse rápidamente del hombre que a él le hubiera gustado ser", dice Weingarten. Durante todo el tiempo en que Picarello estuvo frente a Joshua, se lo ve mirar a su alrededor con gesto de asombro. "Sí, la demás gente no se daba cuenta. Directamente no lo registraron. Eso me tenía desconcertado". Weingarten le pregunta si considera que el hecho de no haber llegado a concertista es un fracaso en su vida. "No. Si usted ama algo pero decide no hacerlo profesionalmente, no es una pérdida. Porque, sabe, usted lo sigue teniendo. Lo va a tener toda la vida".
Weingarten pregunta a Joshua cuál fue su mejor momento durante el recital del subte, y el Maestro responde que el momento en que llegó Picarello: los últimos minutos de la segunda ciaccona. Coherentemente con su opinión, fue el único momento en que se quedó a escucharlo más de una persona. Mientras Picarello lo miraba de más lejos, una mujer llamada Janice Olu se ubicó a un par de metros del músico para oírlo tocar. Janice es empleada pública, pero tomaba clases de violín cuando era pequeña. No sabía cómo se llamaba la pieza que Joshua estaba ejecutando, pero era perfectamente consciente de que el hombre era un dotado. Había salido durante su descanso para el café, y se quedó todo el tiempo que le pareció prudente. Al volverse para regresar al trabajo, dijo a un hombre que estaba parado junto a ella: "De verdad me quisiera quedar toda la vida". El hombre junto a ella era, casualmente, un periodista del Post perteneciente al equipo de Weingarten.
Durante la preparación del experimento, Weingarten y los suyos intentaron prever lo que ocurriría. Casi todos estuvieron de acuerdo en que seguramente tendrían que enfrentar un problema de control de multitudes: en una ciudad altamente culturizada como Washington D.C., era prácticamente imposible que nadie reconociera a Joshua Bell. Varios lo harían, razonaron nerviosamente los periodistas. ¿Y entonces qué? Al comenzar a reunirse la gente, otros se pararían también para ver qué era lo interesante. Comenzaría a correrse la voz de que el mejor violinista del mundo estaba tocando gratis en ese andén. Se formaría una gigantesca multitud. Vendrían los periodistas. Se encenderían las cámaras. Los fotógrafos acribillarían a Bell con sus flashes. Weingarten dice: "La gente correría hacia él en masa. El tráfico de la mañana invertiría su flujo, los ánimos comenzarían a caldearse. Tendríamos que llamar a la Guardia Nacional, y ellos vendrían a arrojar sus gases lacrimógenos y atacarían a la gente con balas de goma". Era una perspectiva aterradora.
Pero es aún más aterrador que sólo una persona entre mil noventa y siete haya reconocido a Joshua Bell. Ni siquiera Picarello, un violinista, se percató de quién era.
Stacy Furukawa sí. En el video se ve a la muchacha acercarse y quedarse gratamente sorprendida al descubrir a Joshua allí. Stacy es una experta en demografía del Departamento de Comercio y no entiende demasiado de música clásica, pero sí había estado presente en el concierto de la Biblioteca del Congreso realizado hacía tres semanas, porque ansiaba escuchar al mayor virtuoso del mundo tocando su violín. Y ahora lo tenía frente a sí, vestido pobremente, tratando de ganar unas monedas en el subte. Stacy no tenía la más peregrina idea de qué era lo que sucedía, pero, fuera lo que fuese, por cierto que no estaba dispuesta a perdérselo por nada del mundo.
Llega cerca del final de la segunda ciaccona, y se detiene a tres metros de Joshua, encantada, con una enorme sonrisa en el rostro. No vuelve a moverse hasta que Joshua termina el recital. Entonces, Stacy se acerca a él, se presenta, le da la mano, lo felicita por su interpretación, y le obsequia un billete de veinte dólares. "Fue la cosa más increíble que haya visto jamás en Washington", expresa al redactor que la entrevista telefónicamente. "Joshua Bell parado ahí, tocando a Bach en la hora pico... ¡Y la gente no se paraba a escucharlo! Ni siquiera lo miraban. ¡Y algunos le tiraban monedas de 25 centavos! ¡Monedas de 25 centavos! Yo no haría eso con nadie. Yo pensaba: ¡Dios mío! ¿En qué clase de ciudad estoy viviendo, donde puede ocurrir algo como esto?".
La recaudación total de Joshua Bell por esos cuarenta y tres minutos minutos de impecable interpretación fue de exactamente treinta y dos dólares con diecisiete centavos. Los veimte de Stacy Furukawa no se cuentan porque son consecuencia de haberlo reconocido. Y el hecho de que en su estuche hubiera diecisiete centavos implica que alguien le arrojó ¡dos monedas de un centavo! Pero el joven Maestro no se ofende por ello: "Si uno lo considera con cuidado, no es tan terrible. Son cuarenta dólares la hora. Yo podría vivir decentemente con esa cifra, y me ahorraría lo que le doy a mi representante", dice riendo.
Luego de su recital en el subte, Joshua Bell se fue de gira, tocó en las principales capitales europeas, y luego regresó a su país para recibir el Premio Avery. Gene escribe: "Le dieron el premio para certificar que el hombre que fracasó en L´Enfant Plaza es en realidad el mejor músico clásico de los Estados Unidos".
¿Qué sucedió en realidad? Nadie lo sabe, pero Gene Weingarten cierra su extraordinario artículo con algunas reflexiones.
"Digamos que Kant tiene razón. Aceptemos que no podemos observar lo que pasó en el subte y hacer los juicios que sean acerca de la sofisticación de la gente ni su capacidad para aceptar la belleza. Pero ¿qué hay de su capacidad para apreciar la vida? Somos tipos ocupados. Los estadounidenses hemos estado ocupados, en cuanto comunidad nacional, al menos desde 1831, cuando un joven sociólogo francés llamado Alexis de Tocqueville nos vino a visitar y se sintió impresionado, perplejo y ligeramente consternado por el grado al que la gente era orientada a trabajar duramente y a acumular bienes, con total exclusión de toda otra preocupación. Nada ha cambiado. Ponga un DVD de la película Koyaanisqatsi, un filme de 1982, mudo, oscuramente brillante, que trata de la frenética velocidad de la vida moderna. El director Godfrey Reggio, apoyado por la música minimalista de Philip Glass, filma escenas de la vida diaria de los norteamericanos, y las acelera hasta que parecen máquinas en una línea de montaje, robots marchando hacia ninguna parte. Ahora, ponga el video que filmamos en L´Enfant Plaza. Es lo mismo. Páselo en cámara rápida con el sonido de la película. La música de Glass encaja perfectamente bien. Koyaanisqatsi es una palabra Hopi que quiere decir `vida sin equilibrio´. El escritor inglés John Lane publicó en 2003 un libro en donde discute la pérdida de la capacidad de apreciar la belleza en nuestro mundo moderno. Y el experimento de L´Enfant puede ser un síntoma de que está en lo cierto. No porque la gente haya perdido la capacidad de comprender la belleza, sino porque la considera irrelevante. Lane dice que eso es tener las prioridades en el orden erróneo. Si no tenemos tiempo para quedarnos un momento escuchando al mejor músico del planeta tocar la mejor música jamás escrita; si las urgencias de nuestra vida diaria aplastan nuestro ser de tal modo que nos vuelven ciegos y sordos a algo como eso... Entonces, ¿quién sabe qué otras cosas nos estaremos perdiendo? El poeta galés W.H. Davies quería expresar esto mismo cuando escribió:
¿Qué es esta vida, llena de preocupaciones,
que nos quita el tiempo de pararnos y ver?
que nos quita el tiempo de pararnos y ver?
Esos dos versos lo hicieron famoso. El concepto es simple, incluso primitivo si se quiere, pero nadie antes que él lo había puesto de esa forma. Por supuesto, Davies tenía una ventaja, una ventaja de percepción. No era un comerciante, ni un obrero, ni un burócrata, ni un consultor, ni un analista político, ni un abogado laboralista ni un gerente de sistemas. Era un vagabundo".
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